Junto a la orilla de un río, te sientas. Contemplas el movimiento de su corriente. Puedes estar viendo un mismo río todo el rato u observar el fluir continuo de su corriente, que es diferente cada vez que te sitúas presente, ante ella. El río es el mismo, el agua cambia constantemente. Lo mismo ocurre con nosotrxs: tenemos un nombre por el que lxs demás nos llaman y con el que nos identificamos; ese nombre es el mismo (casi siempre), nosotrxs somos diferentes en cada momento. «Uy, qué triste te veo hoy, con lo alegre que siempre estás», decimos, como si lo raro fuese que un día la persona cambie de humor. Lo enfermizo, por contra, es mantener siempre el mismo estado. Lo saludable, lo vivo, es el cambio.
Una realidad volátil que también se da en la vida. Y a veces de forma brutal: esta semana, el descarrilamiento mortal de un tren en Galicia (España) ha congelado el aliento de cientos de personas a lo largo de todo el país, extendiéndose rápidamente por todas las regiones. La pérdida de un ser querido es uno de los recordatorios más rotundos de que la vida está en movimiento, que nada te pertenece, y que lo que hay hoy, mañana puede no estar. Solo sé que ahora soy, que lo que ahora hay, con lo que es. Mañana, mañana no es hoy.
Ante un duelo, la experiencia es de frenazo repentino, la película de nuestra vida se detiene, alguien debió de apretar el botón ‘pausa’. El ritmo cotidiano se percibe, de repente, exageradamente rápido. Los cláxones de los vehículos suenan ensordecedores, todo cambia muy deprisa, la medida de lo ‘normal’ se convierte en excesivo. Y no es la vida la que se para. Somos nosotrxs los que, de repente, nos desidentificamos del río, y descubrimos que en realidad estamos sentados sobre una piedra, y que el caudal del agua fluye, y fluye y fluye. Y no para de fluir. Y yo no soy río, y no hay manera de abrazar y atesorar una cantidad del líquido porque éste se escapa río abajo, con la corriente. Yo no soy río, sino que tan solo lo observo. ¡Qué vacío!
Nada puede reemplazar a quien marcha, que parece llevarse consigo todo lo compartido y también los proyectos por construir o finalizar. La muerte, sobre todo la repentina e inesperada, deja primero un agujero enorme ante quienes afrontan un duelo. «No voy a poder sentir, no voy a poder respirar, no voy a poder pensar.» Resulta insultante, desapacible o inconcebible una vida sin esa persona. Es como si no hubiese río ante nuestros ojos. El líquido eterno se esfuma y nuestros ojos solo ven el lecho. En realidad, el agua sigue fluyendo, pero nuestros ojos miran al horizonte, siguiendo el curso de la corriente en un intento por abrazar ese agua que se escapa hasta desaparecer de nuestra vista. No es que no queramos agua, queremos ese agua. Igualmente, no nos vale la vida. Queremos de vuelta esa vida. Falta, falta, falta. No está, no está, no está.
Aceptar que quien estaba ahí respirando, ahora no vive, duele. Y el pulso entre negar la realidad penosa o aceptarla, suele ser largo y difícil. El músculo de la negación al duelo es fuerte. Ese músculo que entiende la vida como posesión eterna y permanente sabe resistirse, tras ser nutrido vorazmente desde la infancia por este sistema patriarcal que elogia el poseer frente al soltar, el resultado en vez de la experiencia. Puñetera cultura enferma, ciega a la evidencia: «¿cómo es que vivimos como si no nos importara [que vamos a morir]?», reflexiona Claudio Naranjo en un vídeo que ya compartí unos meses atrás. Vivimos rodeados de una cultura que no nos ayuda a aceptar la muerte como parte de la vida. Cualquier cosa mejor que mirar frente a frente al frágil límite entre la vida y la muerte. Cualquier cosa mejor que situarse ante el duelo. Pero si no hay duelo, entonces solo queda sufrimiento o desconexión.
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¿Entonces por dónde empezar? ¿Cómo dar espacio a que esta persona ya no está, aceptar su muerte? Sanando el vínculo único que existió entre esa persona y tú. Honrar esa exclusividad es una cura en el duelo: honrarla reconociendo lo agradable y lo desagradable que hubo, lo que recibiste de esta persona y lo que le diste, qué asuntos sientes que no se cerraron y cuáles sí, los regalos compartidos y también los conflictos y problemas, aprendizajes amargos que ayudan a crecer. Es conveniente explorar estos aspectos cuando perdemos a una persona querida o relevante en nuestra vida. Puede que para alguien sea difícil realizar este camino en soledad (escribir es muy, muy recomendable: ayuda a transitar, a soltar y a integrar). Cuando unx no puede con un duelo, animo a hacerlo con ayuda terapéutica, alguien que no censure tus emociones. No hay ningún motivo de vergüenza en el hecho de pedir ayuda para atravesar un duelo. La cultura occidental da la espalda a la muerte, ¿cómo afrontar algo que se nos ha negado taxativamente desde fuera?
Nadar con el río, en busca del agua que ya no está, se convierte en una escapatoria tentadora. Más sanador es posar los pies en su interior, e irse sumergiendo paso a paso, hasta llegar al centro de las dos orillas, y abrirse al agua nueva que llega. Duele lo que no hay, sana lo que llega. Vacío y plenitud como extremos de la vida, deslizándonos de un polo al opuesto, hasta alcanzar la experiencia de los dos a la vez, en un mismo lugar. Sentir el vacío de lo que ya no es, abre la puerta a una consciencia más clara de lo que sí hay. Es el inesperado regalo del duelo, experiencias transpersonales desde las que podemos decidir soltar el río.
Porque es después de tocar con el dolor, la frustración, la culpa, la rabia, la tristeza…, cuando podemos rescatar que somos observadorxs, dejar de identificarnos con el río, y celebrar que el agua sigue fluyendo. Y que nos encantaría abrazar algunas de sus gotas que ya no están, atesorarlas para siempre. A veces, duele no ser río, y duele que cambie. Y mucho. Y no ser río es la manera de contemplar su variedad y riqueza, aceptar lo que hay, llega y se fue. Estar en calma.
Atravesar el duelo, completar todas los ciclos gestálticos inconclusos con la persona que ya no vive (y con otros duelos pendientes que puedan haberse actualizado), soltar todas las emociones que suscita tal vacío, permite volver a mirar al mundo de forma más despierta, regresar a nuestro lugar de observadorxs del río, espacio privilegiado que quizá habíamos abandonado hace tiempo, y que un duelo ayuda a redescubrir. Necesitamos contar con todo nuestro ser, o con todo lo que podamos del mismo, para seguir viviendo la vida, contemplando las nuevas gotas que se deslizan delante de nosotrxs. Así es como las lágrimas saladas del duelo pasan a ser, poco a poco, más dulces. Los recuerdos de la persona que me falta se transforman en recuerdos de lo que compartimos, lo que queda en mí, experiencias que también han configurado mi manera de pensar, sentir y actuar en la vida. Lo que fue (del verbo «ser»), va conmigo, es conmigo. Y yo voy conmigo hasta que deje de ir. Yo soy hasta que deje de ser.
Zeta. Letra final del abecedario. Última letra de la palabra paz.
Fotografía principal, de Alexander Boden
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