No es lo mismo competir que jugar, por mucho que la cita se llame Juegos Olímpicos. En la competición, unx busca un resultado, la mirada está puesta en la meta, hay un objetivo a alcanzar, un reto que superar. En el juego, la diversión está en el proceso en sí, independientemente del marcador final, de si has llegado primerx o la escalera te devolvió a la casilla de salida o si te pillaron moviéndote cuando tenías que esperar paradx, de si eres el ‘hombre lobo’ o la vidente…
¿Qué hay del juego en estos días? No me saquen el solitario del ordenador. En la prensa, cuando se habla de «el juego», se hace referencia a las tragaperras y lxs ludópatas. Aquí, hablo del juego de verdad, a la antigua usanza: el que se da entre personas, físicamente reunidas en un mismo lugar, de dos a infinito… ¿Qué ha pasado con los juegos? ¿En qué momento llegó esa persona misteriosa y dijo al mundo entero que jugar es una tontería, una «cosa de críos» -ya ni siquiera es para ellxs-, una pérdida de tiempo, que es mucho mejor ver la tele, que lxs mayores sólo quedan para chismorreos, ver el fútbol, ir de compras y de copas? En otros países, los juegos están mucho más extendidos en la vida adulta y familiar. ¡¿Quién ha robado el juego de nuestras vidas?!
Porque una de las bondades del juego es su inocuidad: da igual que te maten o pierdas en esta partida, que sigues vivx; disfruta de llegar primerx a la meta, que en la siguiente ronda quizá no tengas tanta suerte, o quizá sí, y en la siguiente cambie; demuestra tu ignorancia al responder a las preguntas sobre historia y geografía, que no te van a suspender, ni irás a septiembre.
Los juegos tienen, como la terapia, la capacidad de trasladarnos a situaciones muy diversas que navegan entre la realidad y la fantasía, en las que nuestro carácter se ve cuestionado, puesto a prueba, lo puede llegar a «pasar mal». Y bien entendido y en un ambiente propicio, un juego permite a una persona irse desvistiendo de las rigideces internas, pudiendo llegar a reírse de sí misma, descubrirse en su intento de ocultar sus ignorancia, tapar su torpeza, vanidad, orgullo, desvelar la trampa que se maquillaba, su cabezonería… Como si fueran taras que unx debe esconder porque nadie más las tiene, ¡y resulta que es el pan nuestro de cada día de la gran mayoría de nosotrxs!
Esa GRAN VERDAD, la de que ningunx somos como nos gustaría ser y que en realidad no pasa tanto por ser como somos, una vez que podemos empezar a asumirla y hacernos la vida algo más fácil, esa gran verdad, repito, es uno de los grandes regalos del juego.
Pero no solo eso, porque jugar también permite descubrir habilidades que para unx mismx pasaban desapercibidas, a veces resultaban desconocidas, y que puede que la mirada ajena aprecie en su justa medida. Para eso hay juegos de conocimiento, de habilidades, juegos físicos, sexuales y eróticos, juegos de roles…
En definitiva, jugar implica el riesgo de sacarme de mis casillas, y descubrir que, pese a ello, mi persona no corre peligro, no está en riesgo. Y cuando se descubre, es cuando unx puede echarse a reír… La risa, ¡ese nutriente que nos lo da el encuentro con otra persona (más claves, en esta entrevista al psicólogo Robert Provine)!. Lo único que está en peligro es la rigidez del carácter. Bienvenido sea ese riesgo, pues; de hecho, bienvenido es en la terapia, en la que muchas propuestas incorporan esta invitación del juego para explorar la consigna y tomar conciencia de las experiencia interna con lo que ocurra durante el ejercicio, dejando de ser lo relevante el resultado final.
Dos cuestiones para acabar: la primera, un juego de cartas con el que disfruto mucho (y también lo llego a pasar mal, cuando me pongo a competir), y que puede enganchar: ‘Los hombres lobo de Castronegro’, una variante de ‘Mafia’; un juego de roles, aunque probablemente la imagen que les venga sea completamente distinta de la del juego en sí.
Y la segunda, ¿a qué jugaban cuando eran pequeñxs?
Imagen de Nina Matthews Photography
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