No desprecies las tradiciones que nos llegan de antaño; ocurre a menudo que las viejas guardan en la memoria cosas que los sabios de otro tiempo necesitaban saber.
Palabras sabias como éstas no pueden llegar sino de… ¡lxs elfxs!: en este caso Celeborn, uno de los seres más sabios del mundo de J.R.R. Tolkien, y que habla así a Boromir en el libro La comunidad del anillo. Hecho el guiño a El Hobbit, enfoquemos el asunto de esta entrada.
Lo cierto es que por mucho que sean tesoros de memorias lejanas, las tradiciones o se hacen propias o son una carga. Por ejemplo, una boda por la Iglesia se puede vivir de muchas formas distintas: desde la fe, también desde el amor y aprecio hacia la pareja, como un mero trámite para el banquete y celebración… Se puede vivir de una de esas maneras, o de varias a la vez, y actuar acorde o no.
De forma que si para mí no tiene ningún sentido, me parece un montaje y, de hecho, me crujen los dientes nada más poner el pie en una Iglesia, entonces puedo esperar fuera. Respeto mi decisión y no me la cuestiono si a otra persona no le gusta. Ahí no estoy haciendo mía la tradición, y no «cargo» con ella.
Otra opción sería la de entrar en la Iglesia pese a que la ceremonia se me antoja muy aburrida, y me limito a despotricar con la boca pequeña el negocio que se mueve con las bodas, recordando, justo en el momento en el que se pronuncian los votos matrimoniales, el dato de que la mitad acaban en divorcios al cabo de un año. En este caso, no hago mía la tradición, y sí cargo a cuestas con ella.
De la misma manera, puede ser que aunque a mí no me ‘mueva’, sepa que sí tiene importancia para quienes se casan (o es importante para la persona con la que voy al evento). Si hago la elección interna de acudir por los deseos de otra persona (insisto: elección, asumiendo los costes), o incluso acudo a sabiendas de que me parece un paripé, y lo vivo con diversión, cual niñx en un circo, entonces participo externamente de la tradición e internamente no me pesa.
También puede ocurrir que, sin darle mucho valor a la ceremonia religiosa, sí doy relevancia al compromiso como pareja que están haciendo ante familiares y amigxs…, y entonces decido estar presente en el enlace. Ahí estoy haciendo mía la tradición, la adapto y me adapto a ella. No me mueve su significado original al cien por cien, pero yo le encuentro otro distinto que sí me vale.
Y la posibilidad que resta es que viva de corazón la ceremonia matrimonial, desde la fe, y entonces ahí la tradición original la he hecho mía, y la vivo por completo.
Autointerrupción social
En los dos últimos casos, la tradición no se vive como unas cadenas pesadas que incapacitan o limitan la libertad. Hablo de esa gran capacidad que tiene para imponerse, en forma de normas y ceremonias sociales, imperativos familiares, prejuicios encubiertos y hábitos que consideramos «normales», que no hemos cuestionado. La tradición se puede convertir, así, en un gran introyecto social que se nos atraganta, y si nos lo tragamos se atasca en el estómago. No lo hemos digerido.
Fritz Perls explica el mecanismo de defensa del introyecto (término procedente del psicoanálisis) como la absorción de una información sin ser cuestionada, engullendo patrones de conducta, normas y valores. Por eso la Gestalt rescata la agresividad como la capacidad para «morder» el alimento (mental, físico o emocional), masticarlo y absorber lo que necesito, pudiendo desechar lo demás.
Cuando una tradición se atraganta, la opción es no asumirla si concluimos que no nos hace bien (a veces negarse a la misma es una buena artillería en un conflicto interpersonal, ojo), o hacerla propia en su totalidad o en parte. A eso me estoy refiriendo en los dos últimos casos, a la posibilidad de conquistar la tradición (el novelista y político francés André Malraux dijo que «las tradiciones no se heredan, se conquistan»). Siguiendo con esta metáfora, si la tradición fuese una isla, o bien encontramos en ella algo valioso (playas, cocoteros, silencio si es solitaria, «vida pirata»…), o entonces poco sentido tiene que estemos por allí deambulando, y nos es perjudicial. Y a eso es necesario prestarle atención, y reconocerlo.
Una tradición no conquistada es como las poses de lxs modelos de la moda: forzadas, caricaturescas, antinaturales. Recuerdo la campaña ‘Poses’ que puso en marcha la artista Yolanda Domínguez, y que denuncia con claridad lo ridículo e irreal que resultan las campañas de moda, y que, no olvidemos, sirven de referente social. Las tradiciones son aros sociales por los que constantemente se nos invita a pasar: así que podemos encontrarles un sentido/ventaja (el original u otro distinto), disfrutar del sinsentido de las mismas, o padecerlas, como en ‘Poses’:
Y tras denunciar su potencial pernicioso, cabe recordar que el sentido de las tradiciones, en ocasiones, se revela con el tiempo, según se van sumando experiencias de vida que, en un momento dado, suponen una frontera desde la que la tradición adquiere un significado nuevo. ¿Quién dice que no pisaremos dicha tierra en algún momento, reconociendo entonces que las tradiciones «viejas guardan en la memoria cosas que los sabios de otro tiempo necesitaban saber», tal y como apuntaba Tolkien a través del elfo Celeborn?
Pues bien. Todo esto es aplicable a la navidad. Aunque, claro, la Navidad es una tradición que bien merece una entrada aparte.
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