Primero fue el «Yo soy yo»; después llegó el «Entre ‘yo’ y ‘tú'», y ahora completo (al menos en esta tanda) las reflexiones inspiradas en la oración gestáltica con esta tercera entrada: «Tú eres tú».
No es fácil encontrarse desde el reconocimiento de las diferencias. No nos enseñaron a ello, y en realidad es la madre de muchas de las defensas: si nos mostramos tal cual somos, reconociéndonos en la unicidad de cada unx, ¿me aceptará la otra persona?, ¿me querrá o bien se reíra, me rechazara? Estas preguntas despiertan aspectos angustiantes. Y a veces la manera que encontramos de apagarlos es contarnos que «a mí me da igual el resto del mundo».
Insisto: no es fácil encontrarse desde la diferencia de forma real. Por eso, como ya indicaba anteriormente, cuando se inicia un proceso terapéutico, en ocasiones se vive con torpeza la salida al mundo, porque en realidad el «yo» se asoma al «tú» con piel nueva, con la piel frágil de nuestrx bebé más genuinx y espontánex. Por supuesto que seguimos contando con nuestra parte adulta, para cuidar de unx mismx, pero la parte interna es más vulnerable, empieza a dar los pasos como si aprendiera a caminar por primera vez, esta vez en contacto consigo mismx, hacia metas que se marca desde su propia necesidad, deseo, curiosidad.
Y es en esta diferenciación, en este encuentro desprendido en el que la mirada es más abierta. Si me hago cargo del cuidado de lo mío, no hay tanto en juego en el encuentro con la otra persona (ya no busco que se haga cargo de mí), y desde ahí el contacto permite una mayor aceptación, posibilitando el reconocimiento de la otra persona, tal y como es, con lo que resulta agradable y con lo que me resulta desagradable.
Esto no ocurriría si, por ejemplo, estoy necesitadx de pareja porque tengo la convicción de que solo una pareja me va a salvar de la soledad y tristeza que vivo actualmente. En situaciones así, es más fácil que pasemos por alto aspectos disonantes de la otra persona, pequeñas alarmas que pueden indicar que esta «pareja» no me resulta tan saludable como me cuento. Es decir, cuando no cuento conmigo, acepto pulpo como animal de compañía, pese al daño que me está suponiendo.
Lo mismo ocurriría si, en el mismo caso, buscando pareja, sigo necesitando que se haga cargo de mí, y eso me lleva a ser muy exigente con lxs candidatxs: éstx no porque no coincidimos en lo social; éstx tampoco porque no tenemos los mismos gustos, etc.
Solo cuando me hago cargo de lo mío, las posibilidades de encuentro real se multiplican porque «ocuparme yo de lo mío» también quiere decir que me hago cargo de mi herida. Y cuando unx puede estar en contacto con su herida, reconocerla y cuidarla, cultiva una sensibilidad que le permite escuchar, ver, oler las heridas de las demás personas. Cuando escucho mi dolor, puedo escuchar el dolor de lxs demás, sin tener automáticamente que retirarme, enjuiciarlo, aplacarlo…
«Yo soy yo» implica, por tanto, un reconocimiento a la propia herida, a cómo aprendí a sobrevivir tapándola y a cómo más adelante me puedo hacer cargo yo mismx de ella, de su cura. Cuando esto ocurre, se destaponan los oídos y entonces podemos empezar a reconocer el dolor de la otra persona. Y es en este encuentro en el espacio común y universal del dolor donde se atraviesan prejuicios, barreras y defensas, tal y como relata la directora de teatro y terapeuta gestalt Catalina Lladó en esta entrevista que le realicé el pasado verano, en la que hablaba sobre su experiencia con un grupo de teatro formado por personas con raíces culturales muy diferentes:
Ellos mismos se sorprendieron de poder ver cuánta diversidad de dolor había en su pasado y cuánta unión en ello les producía, cómo se unían; cómo todos, en el fondo, son un mismo pueblo.
Es interesante en todo esto recordar que la herida se forma cuando no somos reconocidos y amados como seres únicos, como personas cuyas diferencias merecen el respeto y el cariño de quienes se responsabilizan de su cuidado y educación.
En El diccionario de los sentimientos, José Antonio Marina y Marisa López Penas apuntan:
«Buda creía, como la mayor parte de los pensadores y hombres religiosos indios posteriores a los Upanishads, que todo es dolor. [… De esta verdad] brota, como una flor consoladora y triste, la compasión universal. […] Lo expresa muy bien una parábola conocida por la mayor parte de los budistas. Cuenta la historia de Kisa Gotami, una mujer cuyo único hijo murió siendo niño. Desesperada, acudió a Buda para suplicarle que resucitara a su hijo. Buda le contestó que podría hacerlo si le traía una semilla de mostaza procedente de uan casa donde la muerte no hubiera hecho de las suyas. La madre recorrió esperanzada los pueblos buscando la imposible semilla. Pronto se dio cuenta de que su sufrimiento personal era simplemente una parte del sufrimiento universal. El velo de las apariencias, de los deseos, miedos y esperanzas se había roto y, dulce y sangrienta como una granada, había aparecido la verdadera realidad: la salvación.
Marina y López Penas utilizan esta parábola para hablar de la compasión, una emoción sobre la que Francesc Torralba escribe en Un mar de emociones:
La compasión es la destrucción de las barreras, la fusión de los coros, la emoción que enlaza profundamente de los seres, los reconcilia y los hermana de tal manera que ningún ser es visto como una entidad ajena. El problema del otro es percibido como propio, porque el otro ya no es visto como alguien separado, aislado, ajeno sino como uno mismo. Es una práctica que deshace todo tipo de prejuicios y de precomprensiones, que desnuda a los seres de todos los elementos accidentales y se queda con la esencia de cada uno de ellos, con aquella semilla espiritual que late en cada individualidad, peroq ue no se agota en ningno de ellos.
[…] Es sentir la unidad, sin dejar de ser singular. Es un acto de conciencia que consiste en ensanchar mentalmente los límites del propio mundo, en extender las fronteras del amor y salir más allá del campo conocido para incluir a los otros, para darse a los otros.
Y así es como del «yo soy yo» caminamos hacia un encuentro al «tú eres tú», desde la compasión, desde el reconocimiento de mi grandeza y mi herida, y la grandeza y la herida de la otra persona. En la película Avatar, los na’vis utilizaban una expresión que, por obvia que resulte, alcanzaba una lectura de gran profundidad: «Te veo». Como dice Paco Peñarrubia, «el contacto es la apreciación de las diferencias». Pero es el contacto con la propia herida, y el proceso de sanarla, lo que convierte a las diferencias en las tablas de un puente donde el «yo» y el «tú» se encuentran de corazón.
Fotografía principal de Tim Walker
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