El dinero, ese asunto que, al menos en España, es uno de los tres grandes temas tabús (puede que haya más, pero el recuento del momento queda tal que así): preguntar por el salario es una osadía (casi) similar a la de las preferencias y fantasías sexuales, y el color político (¿a quién votaste en las pasadas elecciones? Respuesta: el voto es secreto).
Junto a las suspicacias por posibles comparaciones y brotes de envidia, en la cuestión del salario, ahorros y posesiones yace también la identificación del dinero con la valía y, aún más inquietante, del dinero con la felicidad. Si bien es cierto que la falta de dinero puede generar mucha angustia y estrés, la abundancia económica no garantiza la dicha. Asumimos así axiomas del estilo de tanto cobro, tanto valgo como persona, o tal es mi salario o herencia, así será mi grado de satisfacción en la vida, de realización, de plenitud.
Todo esto, que se mueve en el plano personal, está sustentado por ideas locas que configuran la cultura social de los países, ejem, «desarrollados», y que Claudio Naranjo nombra como ‘la mente patriarcal’ en un libro de título homónimo (Ed. Integral), en el que rescata las palabras de Antonio Machado «sólo un necio confunde valor y precio» para concluir que el mundo moderno está regido por personas necias.
Más adelante, Naranjo plantea lo siguiente:
Si un extraterrestre objetivo nos mirase, sin duda se asombraría de cómo en el planeta Tierra todo valor puede ser comprado y vendido y ningún valor cobra más importancia que el dinero, el cual carece de valor en sí mismo. Seguramente encontraría increíble que el dinero –inventado como una simple medida de valor– haya llegado a ser una influencia más grande en la vida que las necesidades de las personas o las éticas naturales del amor.
En ‘La mente patriarcal’, su autor alerta sobre la subordinación de la vida al lucro, la pérdida de valores como «raíz de la destructiva avalancha de inquietante avaricia», una sociedad en «estado hipnótico o encantamiento como resultado del cual nos vemos en un mundo que busca afanosamente la felicidad por un camino equivocado, produciendo mucho sufrimiento a su paso sin llegar a encontrarla». En una conferencia de 2012 en Madrid, Claudio Naranjo califica de «racional» a la economía actual, un «sistema cerrado» que causa «asesinatos masivos» en el mundo entero.
En resumen, el dinero parece limitado para ser acumulado y atesorado como fuente y garante de valor y felicidad. Este concepto propicia un uso tóxico del dinero, propagándose los casos de malversación y corrupción en numerosas instancias (administrativas, políticas, sociales, judiciales…), así como el fraude y el engaño en empresas y a nivel individual, en un impulso –parece que irresistible– por acaudalar riqueza monetaria.
En medio de una crisis social, la sinvergonzonería nos lleva a presenciar cómo el Banco Central Europeo presta dinero a la banca al 1% con el fin de que ésta facilite créditos a las familias y empresas, y la banca lo presta con intereses que alcanzan el 5 o 6%. Casos así, sumados al salvavidas del que parecen gozar siempre las grandes empresas, la élite y el sistema financiero, frente a las cada vez más asfixiantes condiciones de superviviencia para la ciudadanía, todo esto, digo, genera una respuesta social de indignación, desaliento y desesperanza (que en muchos casos se está combatiendo con el compromiso con hijxs, familiares y seres queridos).
La avaricia campa a sus anchas en el sistema económico y monetario imperante. «No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea» sentenció Séneca, ante lo cual cabe deducir que entre pobres «materiales» y pobres por deseo desbocado, esta economía racional arrasa.
Próximo y circulando
¿Cuál es la solución? Si bien el cambio compete al nivel individual, lo cierto es que empiezan a surgir alternativas que propician otro tipo de uso del dinero. Un modelo alternativo es el de las monedas locales, monedas que surgen en comarcas o regiones pequeñas, sin el reconocimiento de una institucion monetaria oficial, pero con la confianza que proporciona la cercanía y conocimiento de quienes la utilizan. Estas monedas solucionan el problema de la liquidez (la facilidad para disponer de dinero), permitiendo generar dinero en una comarca para que se utilice en los negocios de la zona. La clave es que la moneda circule, como indica el profesor de la IESE Antonio Argandoña en su blog Economía, Ética y RSE. Argandoña lo ejemplifica así:
A un pueblo de la costa llega un turista, que propone al hotelero que le alquile una habitación por un mes. El hotelero le pide un adelanto de 100 euros, que el turista le da, y sale a pasear por el pueblo. El del hotel corre a pagar la deuda de 100 euros que tenía con el carnicero; este hace lo propio con el panadero; este con el de reparación de automóviles, y así hasta que los 100 euros regresan al hotel, justo cuando el turista vuelve, dice que el lugar no la ha gustado, reclama sus 100 euros y se marcha.
El riesgo de este tipo de monedas locales es que disparen los precios por la repentina abundancia económica de las personas de la zona. Por ello, una variante de este modelo es en vez de ofrecer monedas y billetes físicos, seguir una contabilidad nominativa, con los apuntes de gastos e ingresos de cada persona en un ordenador comunitario. El ingeniero Jordi Griera explica en un comentario al blog de Argandoña que esta opción «suprime la posibilidad de robo y hace muy difícil el fraude y […] permite un control muy exacto de la masa monetaria, con lo que la posibilidad de inflación prácticamente desaparece.» Griera destaca que una buena formación del comité responsable de la emisión de moneda local es esencial para el éxito de iniciativas de este tipo.
De nuevo, el aspecto comunitario (ya hablé de ello aquí), la red de vínculos entre personas que se conocen vuelve a ser un elemento diferenciador entre las propuestas del sistema patriarcal/capitalista y vías alternativas que surgen como fórmulas transformadoras. A este tipo de monedas también se le llaman monedas complementarias, alternativas y sociales. Uno de sus impulsores, Erik Brenes, explica que a diferencia con el euro y otras monedas oficiales, éstas generan una riqueza que «se queda en el ámbito social», «en la localidad circulando entre los miembros y creando riqueza allí mismo». Pone a prueba la confianza entre las personas cercanas, y también genera espacios para sembrarla.
¿Quiere decir que por el hecho de que sean sociales estas monedas se limitan a cubrir una función asistencialista? Julio Gilbert lo rechaza. Gilbert, impulsor de algunas de estas economías cerradas en Andalucía, y autor del blog vivirsinempleo.org, asegura que tampoco son «un parche a la crisis»; más bien «proponen un cambio de mentalidad más profundo». ¿En qué sentido? Como Brenes explica en esta entrevista, la moneda social cuestiona la asociación de dinero con riqueza:
La moneda en sí no crea riqueza, no es el euro el que crea riqueza, sino todas las relaciones que hay detrás. Los procesos de moneda local no son fáciles de explicar porque hay que romper una lógica en la que estamos demasiado atrapados, que es la de la moneda única y el monopolio de los bancos centrales.
Otra de las vías en que este tipo de monedas combate la avaricia es suprimiendo los intereses. Acumular moneda no reporta beneficios añadidos. Así pues, ¿qué sentido tiene atesorarla durante años y años? Preguntas así son confrontaciones brutales a las ideas que asumimos como únicas y posibles sobre la relación con el dinero, su uso y garantías que ofrece, tanto en el extremo que más vengo nombrando, el de la codicia, como en la versión de su polo opuesto: el derroche y consumo desmedido (en este caso, la felicidad va asociada a la posesión y acumulación de bienes y servicios).
Alejandro Jodorowsky lo plantea de esta manera: «El dinero es como la sangre: da la vida si circula».
Fotografía modificada de Christopher Sessums
Deja un comentario